Por: José Julián López Gutiérrez,
Francisco Rossi.
Departamento de Farmacia Universidad Nacional de Colombia

Con los decretos de Emergencia Social, el país asiste a un carrusel de corrupción en el que captan mucho dinero las EPS, las IPS y las industrias comercializadoras de medicamentos monopólicos de alto costo, poco dinero algunos médicos y la cuenta la pagan los ciudadanos.

Sobre los medicamentos hay muchas verdades a medias que se han utilizado para favorecer a terceros, en un Gobierno que parece haber renunciado a su papel de poder público, para convertirse en árbitro de diferentes intereses comerciales.

Para empezar, es cierto que el costo de los medicamentos no POS ha crecido enormemente en los últimos años. Pero no es tan real que ese crecimiento haya sido abrupto, impredecible o sobreviviente como para justificar la declaratoria de emergencia. Basta ver los porcentajes de crecimiento, año por año, del valor de los recobros al Fondo de Solidaridad y Garantía (Fosyga), en donde los últimos años no son los más “disparados” (ver gráfico).

Realmente, los “años maravillosos” en los que los recobros crecieron entre 6 y 10 veces más en un solo año fueron 2003 y 2004. Pero a lo que realmente asistimos, y esta es la verdad a medias más protuberante de la emergencia, es a un carrusel de corrupción en el que captan mucho dinero los intermediarios institucionales (las EPS y las IPS) y las industrias comercializadoras de medicamentos monopólicos de alto costo, poco dinero algunos médicos debidamente seleccionados y todos los ciudadanos contribuimos a pagar la cuenta.

Al parecer nadie cometió delito alguno. Digamos que asistimos a un carrusel de enriquecimiento lícito, gracias a una actitud permisiva y complaciente del regulador, que no actuó en defensa del interés público y que cuando la crisis estalló, asumió el papel de mediador, de amigable componedor, de intermediario. Cualquier cosa, menos autoridad.

El porqué del mucho

Captaron mucho dinero los intermediarios del mercado institucional porque, como lo hizo público El Tiempo (11/03/2010), a partir de un estudio presentado por la Asociación de Laboratorios Farmacéuticos de Investigación y Desarrollo (Afidro) y que fue utilizado por el Gobierno como uno de los motivos de la declaración de la Emergencia Social, se registraron recobros por el doble, el triple y más del valor de venta del laboratorio. Dinero legal, o al menos no ilegal, en la medida en que el Gobierno había determinado una libertad de precios, tanto para productores como para comercializadores, siguiendo la convicción de los productores de que “el mercado” era capaz de mantener el control.

Captaron mucho dinero los afiliados a Afidro, a través de dos mecanismos que han tenido menos publicidad: 1) En el marco de una libertad de precios, subieron los suyos a niveles muy superiores comparados con los de la región, gracias a la concesión heredada de la negociación del Tratado de Libre Comercio, y al legado académico del estudio de Fedesarrollo–Fundación Santa Fe (financiado por la Corporación Andina de Fomento y ordenado por el Ministerio de Comercio, para contrarrestar los estudios presentados por la OMS, la OPS y la Fundación Ifarma–Misión Salud) y del estudio de Econometría (financiado directamente por la industria).

2) Mediante el apoyo a médicos, a grupos médicos y a asociaciones científicas, se promovió el uso creciente de medicamentos de alto costo y alta rentabilidad, llegando incluso a prácticas contrarias a la ética como el pago directo por receta de ciertos productos, o por la inclusión de pacientes en protocolos de investigación clínica de dudosa pertinencia clínica pero de alto interés promocional. Esto se complementó con oficinas de apoyo legal para tutelas, y con el financiamiento de grupos de pacientes que reclamaron la superioridad de los medicamentos originales sobre los genéricos, y solicitaron la inclusión en el POS de medicamentos de cuestionable utilidad farmacológica.

Como resultado de esa combinación de “todos ganamos”, tenemos productos que sin ventajas reales sobre productos antiguos fueron objeto de un “uso masivo” con costos enormes para el sistema. Es el caso del Esomeprazol, un antiulceroso que no es mejor que el Omeprazol, pero que vale muchísimo más y gusta muchísimo más a los médicos y a los pacientes.

Los medicamentos más caros del mundo

Con respecto a los precios, es verdad que los medicamentos en Colombia están entre los más caros del mundo, incluso superan a los de Estados Unidos, Inglaterra o Alemania. Así lo reveló un estudio realizado por Health Action International (HAI) en 93 países sobre el precio de Cipro®, producto de Bayer. Un análisis realizado por el diario El Tiempo (24/02/2010) mostró que en el país los medicamentos de mayor peso en los recobros al Fosyga cuestan entre 10% y 70% más que en países vecinos.
En el caso de Kaletra, medicamento esencial en el tratamiento para el VIH, el Gobierno informó que se ha logrado un ahorro de USD$11 millones, gracias a la emergencia. La verdad es que este ahorro es el resultado de la solicitud de licencia obligatoria sobre la patente del producto presentada hace dos años por organizaciones de la Sociedad Civil, y que presionó una reducción en el precio, que no fue acatada por Abbott, el laboratorio fabricante.

Recientemente, el Cardenal Pedro Rubiano señaló que las patentes y la protección de datos facilitan los monopolios que se traducen en precios altos, y sugirió al Gobierno utilizar las licencias obligatorias, las importaciones paralelas y suprimir la protección de datos de prueba para bajar los gastos, en lugar de recurrir a los ahorros de las familias.

Lo que también es verdad, y que no ha dicho el Gobierno, es que no se necesitaba en absoluto de una emergencia para corregir semejante comportamiento irresponsable. Con una circular de la Comisión Nacional de Política de Precios de Medicamentos, se habría podido corregir el daño causado por el régimen de libertad introducido con otra circular, la número 04 del 2006.

No habría sido necesario recurrir a medidas, de todas maneras saludables pero inadecuadas e incompletas, como las multas a los márgenes excesivos, el control de precios a productos monopólicos y el régimen de sanciones.

Resulta molesto observar la manera en la que el Gobierno carga la responsabilidad a los actores más débiles, los médicos, en la medida en que por su perfil individualista no se agrupan con facilidad (la Emergencia parece haber logrado una cohesión médica muy inusual) y los pacientes quienes serán encarcelados si “venden” un medicamento suministrado por el sistema, y deberán contribuir a pagar la cuenta con su patrimonio.

La declaración de emergencia difícilmente soportará el examen de constitucionalidad. De otro lado, para modificar la actual política de precios, habría bastado una circular de la Comisión de Precios, no una emergencia; de igual manera, conceder licencias obligatorias solo requiere la decisión política.

Para frenar la corrupción apenas se necesita independencia y compromiso.
Bajo el análisis que permite este contexto, con emergencia o sin emergencia el Sector Salud exige una reforma profunda, que incluye la revisión de la política de precios y de la protección a la propiedad intelectual.

En el año 2009, el senador Jorge Ballesteros presentó un proyecto de ley (128 de 2009, senado) que se ocupa de estos temas con propuestas que merecen un análisis serio. Incluye la abolición de las patentes y de la protección de los datos con exclusividad; prohíbe el uso de marcas de fantasía para los medicamentos, que solamente tienen por objeto diferenciar los productos y subir los costos; restringe la publicidad farmacéutica especialmente en medios masivos de comunicación, y limita las relaciones entre la industria y los médicos.

Finalmente, propone un mecanismo de gastos compartidos entre aseguradores y el Fosyga, con el objetivo de eliminar los incentivos perversos al sobreuso de medicamentos de alto costo y alta rentabilidad.

 





Julio Mario Orozco Africano.
Médico y Cirujano U. de Cartagena.

Mientras el gobierno expide decretos funerarios contra el ya deficiente servicio de salud que reciben los colombianos, los intermediarios se enriquecen astronómicamente. De las 100 empresas más grandes de Colombia, cinco son intermediarias de la salud.

La más grande de ellas se llama Saludcoop y ocupa el lugar número 18 en el ranking de las mayores empresas del país. Saludcoop nació en 1994 con 2.500 millones de pesos de capital y de acuerdo con el informe publicado en mayo por SEMANA -basado en las cifras declaradas-, hoy cuenta con un patrimonio de 439.391 millones de pesos. Lo cual quiere decir que en estos 16 años ha multiplicado 176 veces su tamaño.

El prodigioso crecimiento de la compañía, y de sus similares, ha ocurrido en los mismos años en los que se evidenció la crisis del sector salud.
En contraste con el colapso de la medicina que reciben los colombianos, Saludcoop no ha parado de crecer, incluso devorando a sus competidores. Hace un tiempo compró otras dos EPS llamadas Cafesalud y Cruz Blanca. Tiene su propia red de clínicas, unidades de imágenes diagnósticas, laboratorios clínicos, ópticas y una empresa especializada en el suministro de medicamentos y productos hospitalarios.

Para asegurarse de que la plata sólo salga de un bolsillo para entrar en otro, Saludcoop es dueña de Work & Fashion, que produce confecciones hospitalarias y deportivas. Los pacientes y los visitantes de sus clínicas consumen los alimentos preparados por su compañía Health Food. El mantenimiento de sus equipos lo encarga a Bio Rescate, otra sociedad de su grupo.

La ropa hospitalaria es lavada por Impecable, su lavandería de sábanas y prendas nosocomiales. Las medicinas se las compran a su empresa Epsifarma, para ganar también porcentaje sobre el ibuprofeno y otras efectivas drogas recetadas a los pacientes de Saludcoop. Claro está que el valor es negociado previamente con los laboratorios por su compañía Pharma 100 S. A., con el propósito de obtener los mejores precios para la organización.

Pero ahí no para el negocio. Sus propios trabajadores dejan un porcentaje en las arcas de Saludcoop por el honor de trabajar allí: Serviactiva, su precooperativa, le suministra el personal de servicios generales. Quienes laboran en servicios médicos son contratados por Cuidados Profesionales. Los vigilantes vienen de su empresa Orientación y Seguridad Ltda. Audieps se encarga de la auditoría de calidad y si un usuario tiene algún reclamo para hacer, será atendido por el amable Call Center del grupo, llamado Contact Service.

Mientras usted lee esta columna, la batería de abogados de Saludcoop mirará con lupa para encontrar un motivo para demandarme por haberme atrevido a contar estas verdades. Esa labor seguramente se iniciará con la juiciosa pesquisa de Jurisalud.
Y para cumplir con la ley que establece que las cooperativas deben destinar parte de sus ingresos a la educación, Saludcoop es dueño del Colegio Los Pinos de Bogotá y mantiene el no menos pedagógico Instituto Saludcoop de Golf que, desde su bonita sede en el norte de Bogotá, instruye a niños y adultos en la práctica de este popular deporte. Las ventas de Saludcoop en el año 2008 se acercaron a tres billones de pesos. Su utilidad operacional aumentó un 184 por ciento en relación con el año anterior. Y seguramente podría haber tenido ganancias aún mejores si sus proveedores -que en buena parte son sus propias empresas- le hubieran cobrado un poquito más barato los numerosos suministros y servicios.

Uno de los principios fundadores del periodismo de investigación señala que para encontrar la causa de un problema hay que seguir la plata.
Al gobierno no se la ha ocurrido pensar que el derrumbe de la salud puede encontrar explicación en la desmedida ambición de los intermediarios y en la pasmosa inactividad de la propia administració n que lleva casi ocho años aplazando la solución (y rebajándoles sanciones a estos pulpos).

No, para ellos, el costo lo deben asumir los trabajadores colombianos que después de pagarles cada mes el 12,5 por ciento de sus salarios a las EPS, absurdamente reclaman que esas compañías cumplan con su parte del contrato.

por:
Dr. Julio Mario Orozco Africano
Médico y Cirujano U. de Cartagena
Magíster en Dirección y Gestión de Servicios

 

(del Pulso...)
Gran incertidumbre reina en el país tras la declaratoria de emer-gencia social y sus decretos, mediante los cuales el gobierno pretende conjurar la crisis estructural del sistema de salud -básicamente salvar sus finan-zas-, pero de paso interviniendo múltiples aspectos del sistema, algunos bastante sensibles. Con 2 decretos el 23 de diciembre, 3 el pasado 18 de enero y 10 de-cretos el 21 de enero, el Ejecutivo legisló aspectos fundamentales del sistema; de ellos, 11 buscan "generar recursos y agilizar su flujo". Especialmente los últimos expedidos, generaron gran debate que continuaba al cierre de esta edición, además de la expectativa por la revisión de constitucionalidad de la Corte.

En concepto de expertos, esta emergencia social es abiertamente inconstitucional, por la improcedencia formal y de fondo del estado de excepción, por no darse las circunstancias de situación inesperada y apremiante. Juristas recalcaron que las circunstancias del sistema de salud son las de una crisis progresiva y acumulada que muestra fallas estructurales, enfrentables con instrumentos legales y constitucionales vigentes, pero reveladores del fracaso histórico del modelo de seguridad social.

La emergencia social recibió voces de aplauso y de rechazo extremas, pero hay consenso en que la declaratoria de emergencia es inservible para el fin propuesto y la catalogan como paso en falso ante un problema estructural que puede solucionarse con un riguroso cumplimiento de las leyes, fortalecimiento de vigilancia y control especialmente a la intermediación, y un poderoso esquema de control a la corrupción dentro del sector. Se aplaude que el gobierno tomó tiempo para idear salidas a la crisis estructural del sistema, pero se rechaza el que muchas soluciones deterioran y menguan el goce del derecho a la salud. Otro consenso concluye que pese a la radicalidad de algunas medidas, son insuficientes para resolver la crisis del sistema y no pasarán de un paño de agua tibia, “un respirito”, hasta la próxima coyuntura (¿A atender con otra emergencia?)

 


El origen de la actual crisis de la salud se encuentra en la Constitución de 1991, en la Ley 100 de 1993 y en sus decretos reglamentarios. La reforma al ordenamiento jurídico del país, acorde con la política de apertura y privatización, convirtió la prestación del servicio de salud en otro negocio del capital financiero privado, a los directores de los hospitales públicos en gerentes y a los usuarios en clientes, cifrando en la «venta de servicios» los ingresos de la red oficial hospitalaria, todo con la pretensión de volver a esas instituciones «viables», «eficientes» y «rentables» y descargar al Estado, en su nivel central, de sus responsabilidades. Siete años de aplicación de la ley permiten evaluar los resultados y concluir que la política ha fracasado, como orientación al servicio de los colombianos.

El esquema adoptado, y por el cual se creó la intermediación financiera para el manejo de los recursos de la salud, probó que para las A.R.S. (Aseguradoras del Régimen Subsidiado) y E.P.S. (Empresas Promotoras de Salud) privadas el negocio funciona, pero que para la red hospitalaria estatal y para el pueblo, así se destinen hoy por parte de la nación recursos por 5.7 billones de pesos para el sector, no funciona. Nunca antes se habían destinado tantos recursos para la salud por parte del Estado y nunca antes tampoco había funcionado tan mal el sector. Y la culpa no es de los hospitales del Estado. Las A.R.S. y E.P.S. se quedan, por el solo concepto de gastos de administración, con el 25 por ciento del total de los dineros que se aportan. Muchas tienen I.P.S. (Instituciones Prestadoras de Servicios) propias y contratan con ellas mismas en desmedro de la red pública. Son arte y parte en el negocio, trasladan del bolsillo izquierdo al derecho miles de millones de pesos y no le pagan a la red pública o le cancelan cuando quieren, causando un grave daño a las ESE (Empresas de Salud del Estado). No es sino mirar los balances de estas grandes intermediarias financieras para entender que para ellas el negocio sí da.

El otro hecho evidente es que, en cobertura y calidad del servicio, no se cumplieron las metas. César Gaviria sostuvo, al igual que Samper, que para el 2001 tendríamos una cobertura universal en la aplicación del plan obligatorio de salud. Cuan lejos estaban de la realidad. Hoy apenas se cubre al 48 por ciento de la población, sumando los afiliados a ambos regímenes, el subsidiado y el contributivo. Entonces, el 52 por ciento de los colombianos hace parte de los llamados “vinculados”, que realmente son desvinculados porque no están vinculados a ningún derecho en salud. En Caldas, por ejemplo, hay más de 600 mil personas que debe atender la red pública hospitalaria y por los cuales nadie paga, ni la nación, ni el departamento, ni los municipios. Y eso explica la crisis financiera de los hospitales del departamento, a los que les adeudan más de 46.250 millones de pesos a mayo de 2001, sumando lo adeudado al total de la red hospitalaria del país más de 1 billón 200 mil millones. A su vez, los hospitales les deben a proveedores, bancos, médicos, enfermeras y demás trabajadores. Es tal la quiebra de los hospitales que aunque las A.R.S. y las E.P.S les pagaran lo que les deben, tampoco saldrían de la crisis.

En cuanto a la calidad, el resultado no puede ser peor. El análisis de las cifras prueba la disminución de camas, la falta de medicinas, la reducción en el tiempo de atención a los pacientes, la supresión o el aplazamiento de miles de operaciones, el aumento en las enfermedades endémicas y el crecimiento o retorno de enfermedades que se habían logrado controlar o erradicar en amplias zonas del territorio nacional.

Y ha sido especialmente cruel la actual política de salud con los trabajadores de los hospitales, a quienes, mintiendo, los neoliberales responsabilizan de la crisis, para tener el pretexto de no pagarles por largos meses, reducirles sus sueldos y echarlos de sus puestos.

 

Bioetica y salud

By Luis Rodevia


Desde hace varios años, pero especialmente durante la última década, se ha demostrado que existen importantes diferencias en el estado de salud de las personas según distintos atributos socioeconómicos, sociodemográficos, geográficos, étnicos o de género. La difusión sistemática de estas diferencias ha permitido que el logro de la equidad en salud (valoración ética de estas diferencias) se transformara en uno de los principales objetivos de las agendas de los gobiernos y de los organismos internacionales. Pese al consenso en torno a la importancia de la equidad en salud, la bioética ha dedicado escasa atención a estas temáticas.

El escaso interés que la bioética ha mostrado por el tema de la equidad en salud o, más concretamente, el escaso interés demostrado por las personas que trabajan en ella, puede atribuirse a diversas razones, muchas de ellas ligadas al nacimiento de la bioética como disciplina2 .

Como señalan Callahan y Jennings(1), la bioética surgió a fines de la década de los sesenta y principios de los setenta, principalmente estimulada por los abusos sufridos por participantes en investigaciones, los movimientos emergentes de derechos de los pacientes y los dilemas éticos asociados a los avances tecnológicos aplicados en medicina. Más que interesarse en la salud de la población, la bioética se centró en el bienestar del individuo, en particular en su autonomía. Típicos temas de salud pública, tales como las desigualdades sociales y económicas, recibieron escasa atención.

El posterior desarrollo de la bioética consolidó también el desinterés por la relación entre desigualdades socioeconómicas y salud. Al respecto, Wikler(2) distingue cuatro fases de desarrollo. La primera fase consistió en la discusión de códigos de conducta profesional, donde la bioética era más bien “ética médica”. La segunda fase correspondió al nacimiento de la bioética como tal, que incluyó la participación de médicos y no médicos en la discusión y elaboración de nuevas formas de la relación médicopaciente. El punto de inicio de la tercera fase podría ubicarse en 1980, con un llamado de Daniel Callahan3 a mirar la estructura, financiamiento y organización de los servicios de salud, puesto que la relación médicopaciente y todas las preocupaciones de la segunda fase estaban controladas en gran medida por ellos. Responder a este desafío era difícil. Se necesitaba una formación en economía de la salud y filosofía política, particularmente en teorías de justicia distributiva, materias todas escasamente conocidas por quienes trabajaban en bioética. Los trabajos de Norman Daniels4 sobre justicia en los servicios de atención de salud son clave en este período.

La cuarta y última fase, en la cual nos encontraríamos en la actualidad, es definida por Wikler como Bioética de la salud de la población. Sus diferencias con las etapas anteriores serían: a) los dilemas relacionados con la aplicación de alta tecnología a la medicina pierden su centralidad. El foco de atención se ubica en los muchos determinantes de la salud, uno de los cuales es la medicina de alta tecnología; b) el foco de atención es tanto en la salud como en los servicios de atención de salud. No sólo interesa el acceso a los servicios por parte de quienes están enfermos, sino también los factores que explican que algunas personas se enfermen más que otras. Temas centrales son los relacionados con la medición de las condiciones de salud, los valores que guían las políticas públicas y los macrodeterminantes5 de la salud; c) se otorga una importancia al peso relativo de ciertos grupos sobre el total de la población para priorizar las decisiones y las áreas de trabajo a nivel nacional e internacional; d) se requiere un mayor sentido de las prioridades, poniendo mayor energía en las áreas que afectan a los grupos más desfavorecidos; e) se requiere un nuevo aparato conceptual. En síntesis, la bioética de la salud de la población pone atención en la salud y no sólo en los servicios de atención de salud; incluye a todos, independientemente de su status o bienestar, poniendo énfasis en los pobres; incluye todos los determinantes de la salud y tiene por conceptos clave los de equidad, igualdad y justicia, carga de enfermedad y costo-efectividad, y determinación de prioridades. Asumir esta cuarta fase es para Wikler una responsabilidad social y requiere que las personas que trabajan en el área se formen en campos hasta ahora no familiares, como son los de salud pública, salud internacional, análisis costo-efectividad y medición de la salud.

Sin duda la propuesta de Wikler incluye una lectura tanto de los avances ocurridos en la bioética como de las necesidades sociales que dieron origen a esos cambios. La bioética surge para “humanizar” la relación médicopaciente y orientar la toma de decisiones frente a los desafíos del avance tecnológico. Posteriormente, la comprensión de que la relación médicopaciente depende en gran parte de la estructura de los servicios de atención de salud, legitimó el interés de la bioética en el tema de la justicia en el acceso a estos servicios. El reconocimiento de que el acceso a los servicios de atención de salud es sólo un factor que incide en las condiciones de salud, una de las mayores contribuciones de los estudios de desigualdades en salud, permite ahora legitimar el trabajo de la bioética en el tema de la equidad en salud o, como Wikler llama, la bioética de la salud de la población.

La identificación de la salud como un fenómeno multidimensional, que no depende exclusiva ni mayoritariamente del acceso a los servicios de atención de salud, ha permitido importantes avances en el campo de los análisis y las acciones en el ámbito de la salud, entre ellos la legitimación del trabajo interdisciplinario; la desmitificación de la tecnología como la panacea para la resolución de todos los males; la valoración de las disciplinas distintas de la medicina en su contribución a la salud; el reconocimiento de la necesidad de abordar las “interrelaciones” de los distintos sectores o componentes de lo que podría entenderse como “condiciones de vida”; el análisis de las relaciones –más bien confusas– entre “calidad de vida” y “salud”. Esto no es ajeno a la revalorización de la democracia como sistema político, al ejercicio de la ciudadanía como derecho de las personas y a la participación social como necesaria para el desarrollo. Tampoco es ajeno al reconocimiento del desarrollo como distinto del crecimiento económico; al reconocimiento de la necesidad de respetar a las minorías y a las identidades nacionales; a la valoración de la equidad de género. Aunque muchos de estos “reconocimientos” se dan más a nivel de discurso que en la práctica concreta, no es casual que estos aspectos sean también incluidos en los análisis de desigualdad en salud. Su inclusión respondería tanto a los avances en el conocimiento como a las transformaciones sociales y políticas de los últimos tiempos, y a sus sinergias.