Desde hace varios años, pero especialmente durante la última década, se ha demostrado que existen importantes diferencias en el estado de salud de las personas según distintos atributos socioeconómicos, sociodemográficos, geográficos, étnicos o de género. La difusión sistemática de estas diferencias ha permitido que el logro de la equidad en salud (valoración ética de estas diferencias) se transformara en uno de los principales objetivos de las agendas de los gobiernos y de los organismos internacionales. Pese al consenso en torno a la importancia de la equidad en salud, la bioética ha dedicado escasa atención a estas temáticas.

El escaso interés que la bioética ha mostrado por el tema de la equidad en salud o, más concretamente, el escaso interés demostrado por las personas que trabajan en ella, puede atribuirse a diversas razones, muchas de ellas ligadas al nacimiento de la bioética como disciplina2 .

Como señalan Callahan y Jennings(1), la bioética surgió a fines de la década de los sesenta y principios de los setenta, principalmente estimulada por los abusos sufridos por participantes en investigaciones, los movimientos emergentes de derechos de los pacientes y los dilemas éticos asociados a los avances tecnológicos aplicados en medicina. Más que interesarse en la salud de la población, la bioética se centró en el bienestar del individuo, en particular en su autonomía. Típicos temas de salud pública, tales como las desigualdades sociales y económicas, recibieron escasa atención.

El posterior desarrollo de la bioética consolidó también el desinterés por la relación entre desigualdades socioeconómicas y salud. Al respecto, Wikler(2) distingue cuatro fases de desarrollo. La primera fase consistió en la discusión de códigos de conducta profesional, donde la bioética era más bien “ética médica”. La segunda fase correspondió al nacimiento de la bioética como tal, que incluyó la participación de médicos y no médicos en la discusión y elaboración de nuevas formas de la relación médicopaciente. El punto de inicio de la tercera fase podría ubicarse en 1980, con un llamado de Daniel Callahan3 a mirar la estructura, financiamiento y organización de los servicios de salud, puesto que la relación médicopaciente y todas las preocupaciones de la segunda fase estaban controladas en gran medida por ellos. Responder a este desafío era difícil. Se necesitaba una formación en economía de la salud y filosofía política, particularmente en teorías de justicia distributiva, materias todas escasamente conocidas por quienes trabajaban en bioética. Los trabajos de Norman Daniels4 sobre justicia en los servicios de atención de salud son clave en este período.

La cuarta y última fase, en la cual nos encontraríamos en la actualidad, es definida por Wikler como Bioética de la salud de la población. Sus diferencias con las etapas anteriores serían: a) los dilemas relacionados con la aplicación de alta tecnología a la medicina pierden su centralidad. El foco de atención se ubica en los muchos determinantes de la salud, uno de los cuales es la medicina de alta tecnología; b) el foco de atención es tanto en la salud como en los servicios de atención de salud. No sólo interesa el acceso a los servicios por parte de quienes están enfermos, sino también los factores que explican que algunas personas se enfermen más que otras. Temas centrales son los relacionados con la medición de las condiciones de salud, los valores que guían las políticas públicas y los macrodeterminantes5 de la salud; c) se otorga una importancia al peso relativo de ciertos grupos sobre el total de la población para priorizar las decisiones y las áreas de trabajo a nivel nacional e internacional; d) se requiere un mayor sentido de las prioridades, poniendo mayor energía en las áreas que afectan a los grupos más desfavorecidos; e) se requiere un nuevo aparato conceptual. En síntesis, la bioética de la salud de la población pone atención en la salud y no sólo en los servicios de atención de salud; incluye a todos, independientemente de su status o bienestar, poniendo énfasis en los pobres; incluye todos los determinantes de la salud y tiene por conceptos clave los de equidad, igualdad y justicia, carga de enfermedad y costo-efectividad, y determinación de prioridades. Asumir esta cuarta fase es para Wikler una responsabilidad social y requiere que las personas que trabajan en el área se formen en campos hasta ahora no familiares, como son los de salud pública, salud internacional, análisis costo-efectividad y medición de la salud.

Sin duda la propuesta de Wikler incluye una lectura tanto de los avances ocurridos en la bioética como de las necesidades sociales que dieron origen a esos cambios. La bioética surge para “humanizar” la relación médicopaciente y orientar la toma de decisiones frente a los desafíos del avance tecnológico. Posteriormente, la comprensión de que la relación médicopaciente depende en gran parte de la estructura de los servicios de atención de salud, legitimó el interés de la bioética en el tema de la justicia en el acceso a estos servicios. El reconocimiento de que el acceso a los servicios de atención de salud es sólo un factor que incide en las condiciones de salud, una de las mayores contribuciones de los estudios de desigualdades en salud, permite ahora legitimar el trabajo de la bioética en el tema de la equidad en salud o, como Wikler llama, la bioética de la salud de la población.

La identificación de la salud como un fenómeno multidimensional, que no depende exclusiva ni mayoritariamente del acceso a los servicios de atención de salud, ha permitido importantes avances en el campo de los análisis y las acciones en el ámbito de la salud, entre ellos la legitimación del trabajo interdisciplinario; la desmitificación de la tecnología como la panacea para la resolución de todos los males; la valoración de las disciplinas distintas de la medicina en su contribución a la salud; el reconocimiento de la necesidad de abordar las “interrelaciones” de los distintos sectores o componentes de lo que podría entenderse como “condiciones de vida”; el análisis de las relaciones –más bien confusas– entre “calidad de vida” y “salud”. Esto no es ajeno a la revalorización de la democracia como sistema político, al ejercicio de la ciudadanía como derecho de las personas y a la participación social como necesaria para el desarrollo. Tampoco es ajeno al reconocimiento del desarrollo como distinto del crecimiento económico; al reconocimiento de la necesidad de respetar a las minorías y a las identidades nacionales; a la valoración de la equidad de género. Aunque muchos de estos “reconocimientos” se dan más a nivel de discurso que en la práctica concreta, no es casual que estos aspectos sean también incluidos en los análisis de desigualdad en salud. Su inclusión respondería tanto a los avances en el conocimiento como a las transformaciones sociales y políticas de los últimos tiempos, y a sus sinergias.